«Oración del Incendio». Aquilino Villegas Hoyos. Manizales. 1925.

1923 en Manizales

20 de julio de 1923. Manizales. Centro de Historia de Manizales

Manizales acababa de festejar los 75 años de su fundación en marzo de 1925. Los desfiles y carnaval que recorrieron las calles de su centro histórico, quedaron hermosamente filmados para la posteridad, en la película  «Manizales City» .

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Manizales años 20. Su Catedral, la plaza y principales casas. Centro de Historia de Manizales.


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Manizales. Centro de Historia de Manizales.

Pocas semanas después de esta celebración, el 03 de julio,  la ciudad sufría un incendio devastador, que acabó con 32 manzanas, en lo que actualmente son las carreras 20 a 24 y entre las calles 17 a 23, salvándose únicamente una manzana central, la Alcaldía, y -milagrosamente- la Catedral de madera…

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Rescato -porque no es fácil encontrarla- y transcribo a continuación la «ORACIÓN DEL INCENDIO» escrita por Aquilino Villegas Hoyos, como fue publicada en la obra «Monseñor Salazar y Herrera» del Presbítero Juan Botero Restrepo, la cual fue leída por Aquilino el 29 de abril de 1929 en el Teatro Manizales:

«Mis ojos mortales vieron el incendio. La villa dormía silenciosa y apacible bajo el candor de una luna de plata. El viejo reloj de la iglesia iba dejando caer lentamente las horas cristalinas. Los tardos pasos del transeúnte retrasado resonaban contra los muros de las secas maderas antiguas, sonoras como una vieja guitarra. Apenas si en el silencio se escuchaba la frase cotidiana de un piano inexperto, cargada de tedio provincial y el ladrido de los perros insomnes, en el suburbio argentado por la luna.

De repente, salta sobre los tejados el grito angustioso de nuestra campana, la nuestra, la de nuestra infancia y de nuestra juventud, la mas sonora y cristalina que azoto nunca los cielos abiertos. Fuego! Grita nuestra campana desde lo alto de su torre. Y tras de ceñir con mano temblorosa el sumario vestido nocturno, salimos a la calle soñolienta. Dos sombras corren desoladas dando gritos : Incendio! Incendio! Ya son diez, veinte, cuarenta. Un pequeño grupo se agita en la esquina, y ya por las ventanas asoman las lenguas azules y viperinas de la llama.

Agua? Poca; bombas? Ninguna; herramientas? … Nada, nada…; y el grupo espasmódico se queda por un momento habetado de pavor, mudo y estático ante lo irremediable: la ciudad estaba herida en el corazón, lo que todos pensaban, lo que todos temían. Fue un segundo estupor, y salto en seguida el ancestral instinto de la batalla, y la multitud se lanzo por las puertas abiertas. Ya el fuego hervía como un horno en el vientre del viejo caserón, palenque en otro tiempo de la belleza y del ensueño.

Los armarios se derrumbaban cargados de cristaleria, los cielos se hundian con estrepito, y llamas fugaces, de puntas azules como puñales hundidos, se insinuaban en el corazon de las paredes polvorientas. Un acre olor de humo, polvo y drogas, sin nombre, llenaba el ambiente de la vieja farmacia. Algo se derrumbo con estrepito en el oscuro patio, y en el tumulto que se agitaba en la penumbra, apedreando la llama con cuanto hallaba a la mano, la voz traidora del miedo murmuro: hay gasolina; hay gasolina, hay capsulas… Y el tumulto retrocedió a la calle, a la esquina nefanda.

Entre tanto, de todos los extremos acudían las gentes aterradas: eran centenares, eran millares. Manos robustas rompieron las puertas de los almacenes de ferretería y en un instante todas las armas de ataque y de defensa, todas las herramientas de trabajo, las mas inverosímiles y las mas incongruas, brillaron en las manos de los batalladores.

Los cuatro pisos del Escorial eran ya un horno bramador y la llama, apenas oculta detrás de los paredones, ponía toques rojizos en los rostros sudorosos y angustiados. Una llama sutil cruzo la calle por el mismo alambre que lleva la luz y el trabajo, hasta el alero resquebrajado y humeante de la casa vecina y pronto la roja vegetación empenacho el viejo maderamen. En pocos instantes los techos fueron un enorme penacho que regaba el incendio en chispas infinitas y los paredones se doblaron sobre el horno voraz, y entonces las llamas lamieron las nubes.

El incendio era ya un sol imposible de mirar. En una hora la lepra roja mordió y redujo a pavesas uno, dos, diez edificios. En un circulo todavía estrecho, los defensores de la ciudad batallaban sin descansar. En pocos instantes se cortaba un edificio, del techo hasta los cimientos; pero en aquella batalla inacabable, la llama, vencedora siempre, tomaba su desquite: unas veces hormigueaba rastrera por los sótanos oscuros, hasta que se agarraba con su tentáculo envolvente al muro combustible; otras se insinuaba en la cumbre de un tejado, brillaba un instante como una estrella impalpable, hasta que soltaba su caudal de chispas, como cometa de destrucción.

En la plaza, iluminada por el lívido reflejo de los cielos, alguien grito: cañones! El regimiento no tenia cañones. Otro dijo: dinamita! Donde esta la dinamita? Nadie tenia dinamita. Lagrimas de coraje corrían de ojos que nunca lloraban.

Había ya comenzado la fuga desalada del habitante indefenso. Los jefes de comercio abrían sus cajas con mano temblorosa y torpe y a tientas buscaban libros, documentos preciosos, guardaban todo aquello a montones en sacos o cajas desvensijados, y apenas tenían tiempo de huir con los testimonios escritos de su labor y de su tenacidad.
Por las calles adyacentes, que la luz indirecta del incendio hacia mas temerosas, hormigueaba, tropezando y cayendo, una multitud espesa que empujaba bultos cerrados de mercancías o llevaba sobre los hombros brazadas de géneros que se iban derramando, y desaparecían bajo los pies fangosos de la muchedumbre.

Roto el acueducto en muchas partes, el agua corría por las calles inútil y saltante; manos apresuradas cavaban la tierra con instrumentos inverosímiles, creaban en pocos momentos un tanque de agua, y con mil vasijas, las mas nobles y las mas humildes, azotaban con agua aquellas montañas de fuego, con un gesto tanto mas irónico cuanto mas inútil.

Y aquel huir de las familias aterradas! De las casas salían racimos de mujeres y niños, apenas vestidos, muchos descalzos, cargados de objetos incongruos, cayendo y tropezando entre la sombra lívida. Los más finos pies, como flores de marfil de palidez inverosímil, corrían por las calles fangosas y cubiertas de escombros. Buscaban amparo en las casas vecinas y una hora después tenían que huir a lugares más inaccesibles.

Gentes angustiadas circulaban por entre la multitud espesa, preguntando por sus seres queridos. A veces entre el sordo tumulto de la llama y del pueblo, cruzaba como una saeta luminosa el grito agudo y desgarrado de una madre que decía un nombre inolvidable.

El tiempo estaba abolido. Nadie sabia la hora. Podían haber pasado siglo o momentos. El incendio era ya una inmensa llama que ocupaba espacios inverosímiles. De lo alto de los tejados humeantes en donde luchaban los héroes, por encima de aquel inmenso cráter, se veían agitarse, colgados de los aleros a alturas vertiginosas, las pequeñas siluetas de otros héroes anónimos, que batallaban contra lo imposible, danzando entre las llamas.
A veces el fuego sofocaba los altos edificios: lamia los fundamentos, inundaba las bases y las columnas. Por un momento las grávidas estructuras tambaleaban como navíos arcaicos, sobre el tempestuoso mar de fuego; se inclinaban lentamente y en horrísono fracaso, se hundían en el lago incandescente.

Había comenzado el saqueo. Esa plebe flotante que azota en veces el suburbio de las ciudades, comenzó a asaltar los grandes almacenes. Movido unos por la fácil moral de apropiarse una riqueza condenada a la destrucción; desmoralizados otros por la catástrofe ; impulsados los mas, por el ansia de alcohol fino, de la bebida desconocida, y algunos por el placer perverso de la destrucción de un barrio rico, invadieron como vándalos el sector amenazado. Las cerraduras saltaban en pedazos; turbas desaforadas tomaban al azar el rico encaje y la pesada estameña, y se deslizaban furtivos con el fruto de su rapiña, y los mas, botella en mano, dominados por embriagueses fulgurantes, vociferaban en tumulto indescriptible.

La línea de fuego se había extendido en forma inconmensurable, muchos trabajadores habían desertado tras la defensa de sus propios haberes. Los grupos defensores de la ciudad se hacían cada vez más escasos, con el alargamiento del frente de batalla y anónimamente estalló la primera carga de dinamita. Era una pequeña cápsula de gelatina empotrada en un grueso muro de mampostería; la casa tembló, pero quedo en pie.

El heroico remedio consistía en crear una ancha zona en torno del fuego enemigo, una trinchera nivelada, en donde pudiera el hombre luchar siquiera cara a cara con el adversario.
Se ensayó una libra de gelatina fulminante y los edificios apenas se doblaban sobre sus cimientos. Era necesario despedazarlos, volverlos materialmente añicos, algo sobre lo cual pudiera saltar y correr la criatura humana, pedazos que pudieran ser arrastrados por las frágiles fuerzas del hombre. Y se ensayo la primera caja, cincuenta libras de la pavorosa fórmula química.
En un rincón oscuro de una vieja casa patriarcal, quedo como mueble inofensivo la mezquina, y fúnebre caja, y de ella salía, retorciéndose, como una delgada lava blanquecina, la mecha portadora de la muerte y de la destrucción voluntaria. Siguieron momentos de pavoroso silencio. Los autores del cívico crimen corrían dando gritos para avisar a los inexpertos. En los zaguanes, en las esquinas, en los huecos de las puertas, la multitud se encogía con la respiración sibilante, y se escuchaba el palpitar de los corazones.

Separado por fracciones de segundo, un primer choque, y luego el estallido formidable, que hacía temblar la tierra en sus sillares; rechazando el aire, lo azotaba todo en torno como una tromba, haciendo saltar ventanas y vidrieras en los edificios vecinos.
El fúnebre camión, cargado de las cajas de explosivos, corría en torno de la hoguera, en la zona oscura de las calles adyacentes. La lucha tomo un aspecto ciego, encarnizado y salvaje, las explosiones se sucedían incansables y la misma violencia del remedio sembró el pavor en muchos trabajadores. Los ánimos estaban totalmente desmoralizados. La multitud congestionada, cubierta de lodo, de sangre, de sudor, se agitaba frenética e impotente y el ruido infernal del incendio apenas dejaba oír las detonaciones lejanas.

Hubo un sobresalto de energía, para defender la Catedral y la Casa Municipal, el monumento de nuestra fe y la sede de nuestra Ciudad. Fue una lucha titánea y colérica. A media noche, mientras ardía su propio hogar, el Pastor había retirado la Majestad. Fue una escena de grandeza sobrehumana. Alumbrado por los reflejos cárdenos del incendio, con los ojos llenos de lagrimas, como un patriarca en el circo, bendijo a su ciudad martirizada.

Piadosas mujeres recogieron lo objetos sagrados; y de la Casa Municipal, manos solicitas llevaron a lugar seguro, el archivo de nuestra vida común; los pesados mamotretos, los sagrados papeles de prosa inexperta enérgica, que firmaron nuestros abuelos con sus manos encallecidas por el trabajo.
Después, el sopor del incendio. Una ciudad que arde, que arde resignada a morir. En los suburbios están amontonados los despojos informes y las gentes desoladas buscan lo que fue suyo. Muy lejos humea el fuego, todavía vivo e incansable. La plebe duerme de embriaguez y de cansancio. Y unos cuantos grupos de próceres, últimos defensores de la ciudadela hacia el poniente, parecen sombras infernales.

Negros de lodo, polvo y humo, desolladas las manos pesadas, hambrientos y sedientos, exánimes, roncos, congestionados y con los ojos cárdenos, trabajaban como sonámbulos, destrozados por el cansancio y la fiebre de la acción, tras veinte horas de lucha implacable.

Era el fin, la ciudad había muerto y nunca mas se levantaría de sus ruinas. En el silencio nocturno corrieron muchas lagrimas de furor, de desesperanza y de coraje vencido.»

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Fuentes Bibliográficas:

Fotos de Gonzalo Duque Escobar. Blog personal.  http://gduquees.blogspot.com/2010/01/manizales-de-ayer-fotos-actuales-y.html

Centro de Historia de Manizales. Fotos disponibles en internet.

«Monseñor Salazar y Herrera» del Presbítero Juan Botero Restrepo. Edición sin fecha.

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